29 enero, 2007

Cuentos de espantos II, relatos escépticos de Manuel José Othón

Otra historia más de nuestro mexicano deshacedor de misterios. Este relato será probablemente el que más os guste de los tres. Siguiente entrega: El nahual (brujo).


CORO DE BRUJAS

I


Érase que se era una buena señora, viuda y sesentona, propietaria de cierta finca rústica, no muy lejana de un pueblo, donde yo desempeñaba hace ya tiempo funciones del orden judicial. Noria del Águila, que así se llamaba la hacienda, tenía abundantes y excelentes tierras de labor, montes poblados de pastos y agua para regar dos o tres sitios de ganado mayor; con lo que, dicho se está, la propietaria debía ser rica por demás, pues carecía de familia y sus necesidades eran exiguas, como las de gente que no sale del rancho sino para "bajar", así se dice, a los pueblos vecinos, y eso de tarde en tarde, con ocasión de fiestas y jolgorios o, sencillamente, para mudar de aires.
      Pero es el caso que los rendimientos de la finca eran apenas medianos, y aunque no llegaban a perderse las cosechas por malo y seco que el año fuese, la verdad es que no producían ni la mitad de lo que producir debían. Cierto que las mujeres carecen, 'en lo general, de dotes para entenderse en la administración de sus negocios; pero doña Francisca. Perales, que a este nombre respondía la dueña de Noria del Águila, había encomendado por completo el manejo de su hacienda a un administrador, hombre campirano y versadísimo en todo lo que a la ciencia de las Geórgicas atañe, salvo en introducir innovaciones y mejoras de modernos procedimientos, pues a ese respecto tanto el ama como el empleado oponían la más vigorosa resistencia.
      Doña Francisca o Doña Pancha, como más comúnmente se la llamaba, era la adoración y el paño de lágrimas de sus sirvientes y de todos los aldeanos y campesinos que moraban en cinco leguas a la redonda. Y no podía ser de otra manera, pues socorríales en sus necesidades, aunque no ciertamente con mucha largueza, y, sobre todo, les curaba cuando enfermos acudían a ella en busca de alivio o de salud. Esto de curar y prescribir métodos y remedios para toda clase de dolencias, era el elemento principal en la vida de la buena señora; era como el agua para los peces, el rocío para las flores y para las aves el viento. Y no vaya a creerse que echaba mano de medicinas y drogas de las usadas más comúnmente por galenos y farmacéuticos. Ni por pienso. Se reía de los médicos, de las boticas y hasta de los curanderos, a quienes solía tolerar y aun aconsejar algunas veces. El ejercicio de la medicina en ella era una cosa así como rito misterioso y oculto, y rarísima ocasión empleaba yerbas o pócimas, y cuando lo hacía, sus menjurjes, verdaderas panaceas, componíanse de los simples más inusitados y estrambóticos. Su terapéutica constaba especialmente de palabras, signos y prácticas extrañas, así como de oraciones, algunas de las usadas por la Santa Madre Iglesia y otras del uso exclusivo de aquella sapientísima doctora, que tenía su consultorio en la casa grande de la Noria del Águila.
      Pero tampoco se debe pensar que doña Pancha usara indistintamente de las mismas palabras, signos o remedios en todas las enfermedades. De ninguna manera. Así, por ejemplo, para el dolor de muelas aplicaba una cuerda de guitarra enrollada al cuello a guisa de rosario; para las reumas prescribía cortarse las uñas todos los lunes; los desmayos y zumbidos de cabeza los curaba colocando una lanita de borrego prieto en la ternilla de la nariz, y el ojo de venado, el sebo de león y hasta el excremento de diversos animales, servían para otras tantas dolencias y accidentes. El terrible mal de ojo, tan común entre la gente rusticana, no desaparecía sino con repetidas unciones de saliva en frente, oídos, nariz y boca. La saliva tenía un uso bastante generalizado en la terapéutica de doña Pancha, pero era necesario saber manejarla, pues debía siempre ir acompañada de oraciones y fórmulas cabalísticas que variaban según la naturaleza de la enfermedad; porque, decía, hay oraciones frías y oraciones calientes y no deben aplicarse aquellas en los resfriados, ni éstas en las fiebres; sino, todo lo contrario; para todo es necesario saber. En cuanto a otras dolencias más graves, variaba el procedimiento, siendo uno de los más enérgicos y eficaces, colocar un huevo de gallina prieta (el color negro era de ritual) debajo de las almohadas del paciente para que le extrajera el mal; o bien se metía la mismísima doña Pancha debajo de la cama y lanzaba unos lamentos y gritos tan lastimeros, llamando por su nombre al enfermo, que éste, si estaba aún en sus cabales, creía que la propia muerte lo solicitaba desde lo más profundo de la tierra y se levantaba todo trémulo y despavorido. Pero con estas y otras prácticas rara era la enfermedad que no cedía al tratamiento; y si el pobre doliente sucumbía al fin, era sólo porque "ya le tocaba".
      Don Carpio, el administrador (su nombre era Policarpo), si no ejercía la medicina, en cambio, como astrólogo, daba ciento y raya a los sabihondos que escriben libros cuajados de mentiras y disparates. Todos los años, en el mes de enero, la noche de San Antonio Abad, instalábase en la era a contemplar el cielo para ver por qué lado entraba el año: iba provisto de un cuaderno donde apuntadas tenía multitud de observaciones hechas y no interrumpidas por los más lejanos de sus progenitores. Allí, con un farol y un lápiz, trazaba figuras y signos siguiendo la revolución de las estrellas y el cariz que presentaba la "almósfera"; y a eso de las cuatro de la mañana, cuando ya "las siete cabrillas" se habían metido y a sus alcances iban los "tres reyes" y "las tres Marías", D. Carpio, con pasmosa seguridad, pronosticaba la calidad del año, y decía, como si lo estuviera viendo, qué clase de frutos se iban a dar y cuáles a perder, las plagas y enfermedades de los animales y de las plantas, y, finalmente, si el año sería seco o lluvioso. Así es que, con tales conocimientos, no había temor de que se perdieran el tiempo, el dinero y el trabajo en infructuosas siembras y demás operaciones agrícolas. Bien es verdad que algunas veces solían fallar sus cálculos y pronósticos, pero eso acontecía solamente cuando a la hora de la observación ocurríasele rebuznar a un burro prieto (por de contado) en los vecinos corrales, o a algún murciélago trazar sus curvas caprichosas en torno de la era, trípode y observatorio astronómico del buen don Carpio.
      Por lo demás, para todo encontraba remedio, pues cuando se retardaban las lluvias y las sementeras poníanse mustias y agostadas, don Carpio hacía un agujero en la tierra, enterraba el calendario del más antiguo Galván (precisamente había de ser éste), junto con una oración al mismo San Antonio Abad y otra a San Isidro Labrador, todo esto a compás de credos y salves que rezaba entre dientes, haciendo cruces con la mano sobre los campos y hacia los cuatro puntos del horizonte.
      Conque ya se figurará el curioso lector cómo andarían en Noria del Águila los negocios económicos y agrícolas, manejados por estos tan extraordinarios personajes.

II

      Pues sucedió que a don Carpio se lo iban a llevar los diablos, o más bien dicho, andaban con el intento de llevárselo.
      Fue la misma doña Pancha quien llevó a Valnavara, el pueblo donde yo vivía, la estupenda noticia. Todos los habitantes del lugar invadieron la morada de la rica propietaria para oír de su misma boca la revelación de tan maravillosa aventura. Yo fui uno de los primeros en acudir y con todos sus pelos y señales me refirió el suceso, con lenguaje y ademanes tan pintorescos, que más de una vez, durante la narración, sentí ponérseme los pelos de punta. Y era tan cierto el hecho, que los dos o tres mozos que acompañaban a su ama, y ella misma, fueron testigos presenciales; lo que dio por resultado que doña Francisca abandonara la hacienda mientras el maleficio se conjuraba, aunque según las trazas, no había que esperar que tal cosa sucediera hasta que clon Carpio abandonara la finca, o los diablos, en forma de brujas, cargaran con él a los profundos.
      El caso pasó de esta manera:
      Una tarde ya al ponerse el sol, se desató rumbo a la serranía de la hacienda tan furiosa tormenta, que todos los arroyos se salieron de madre y las peñas y los árboles rodaron descuajados por los desfiladeros de las montañas. Hasta allí el fenómeno nada ofreció de particular; pero ya al entrar la noche comenzó a descolgarse de las nubes una horrorosa "culebra" (que así se llaman las trombas en el lenguaje rústico) cuya monstruosa cola se retorcía en el aire entre negros torbellinos de polvo y agua. El pánico se apoderó de los campesinos y del propio don Carpio quien probablemente, por alguna imprevisión o descuido, había enterrado el calendario a más profundidad de la necesaria, o había echado más cruces y oraciones de las acostumbradas. Pero de improviso y en un punto, ama y administrador, que contemplaban el meteoro desde el portalón de la casa grande, entraron precipitadamente a una galera contigua, saliendo al instante armados de sendos cuchillos con los que, disparando estocadas y bendiciones sobre la culebra, como quien se tira a fondo o raja leña, al punto y como por encanto quedó partida la terrible manga, que vino a resolverse en descomunal aguacero.
      Pasado ya el peligro, con gran asombro de los sirvientes que presenciaron el conjuro, doña Pancha y don Carpio dieron trazas de recogerse cada cual en sus habitaciones, pues la noche seguía tormentosa y negra y no era cosa de ir al campo a esa hora para encauzar los arroyos y reparar los destruidos canales. Así es que don Carpio, después de despojarse de las empapadas ropas, se echó al coleto doble ración de tequila de la acostumbrada, para no resfriarse; y ya se disponía a meterse entre las no muy limpias sábanas, ni menos mullido lecho cuando percibió, clara y distinta, una voz extraña que de fuera le llamaba por su nombre, voz que parecía descender de lo alto y que se mezclaba con carcajadas horripilantes y soeces maldiciones.
      De pronto creyó don Carpio que aquella era ilusión de sus oídos o las rachas de viento que golpeaban, zumbando los muros de la casa; pero como la voz se repitiera, y ya no sola, sino acompañada de otras, que en distintos tonos le amenazaban imprecándole, el pobre hombre se armó de valor; abrió la ventana y enderezó la vista a la azotea donde las voces parecían sonar; y en aquel mismo punto sintió que el horror le cuajaba la sangre, paralizándole los miembros. Destacándose en la masa negra de las sombras, vio el infeliz otras sombras más negras aún, que se bullían vertiginosamente como en una danza infernal, sobre el pretil y sobre las canales de su misma habitación. Horrorizado y loco, cerró de un golpe la ventana y salió corriendo en busca de doña Pancha, que a la sazón se recogía. Desde la puerta dióle cuenta de lo que le pasaba; vistióse alborotada la señora, y ambos acompañados de los mozos y dependientes que estaban aun en pie se dirigieron al cuarto del administrador, donde todos fueron testigos de la extraordinaria escena que afortunadamente no se prolongó por mucho tiempo, pues a poco sintióse el aleteo de aquellas sombras como de aves monstruosas y pesadas que volaban casi sin ruido en la oscuridad.
      Nadie se atrevió a salir a investigar el hecho, pues todos, doña Pancha "in cápite", declararon que las brujas, teniendo cuentas pendientes con don Carpio, venían a cobrarlas y procurarle males, en pago del que había hecho a cierta moza del rancho, cuya madre, según se susurraba, era una de las más desaforadas hechiceras que podían encontrarse por aquellos contornos. Dejaron, pues, en paz a las brujas, ya que ellas la habían arrebatado a los moradores de la casa, y pasose el resto de la noche en medio del susto consiguiente, con el cual, dicho se está, nadie logró pegar los ojos.
      Y como en las noches posteriores se repitiera el espantoso fenómeno de las brujas, los dependientes abandonaron la casa grande y se fueron a dormir a otra que, aunque estaba en no muy favorables condiciones de habitación, aderezaron de la mejor manera; y doña Pancha tomó el partido de trasladarse a Valnavara, hasta que las brujas escogieran otro lugar para sus nocturnos conciliábulos, pues los aquelarres del Harz en la noche de Santa Walpurgis, eran tortas y pan pintados si en parangón se ponían con los que noche a noche se celebraban en la casa principal de Noria del Águila.

III

      Todo esto y más todavía me fue referido por la buena señora, con tan profundo convencimiento y a la vez con tales muestras de desdén al notar cierta sonrisa de incredulidad en mí, que a poco ya estaba yo tan embrujado como ella. Intenté, sin embargo escudriñar una parte del misterio, aquella que se relacionaba con la moza hija de la célebre hechicera. Doña Francisca me dio todos los datos necesarios, de los que vine a poner en claro que el bueno del administrador, aficionado por demás a las hembras, había tenido sus dares y tomares con una muchacha muy bonita del rancho; pero al cabo como todo cansa en este mundo, cansóse de aquellos amoríos, no por otra cosa, sino porque se enamoró perdidamente de otra mujer, con la cual comprendió que no podía entrar en más relaciones que las matrimoniales; por lo que dio de mano a su antigua pasión; y ya se habían empezado a correr las amonestaciones en la parroquia de Valnavara y sólo faltaba fijar la fecha del casorio, con gran contentamiento de doña Pancha, quien se había ofrecido a ser madrina.
      Pero como el hombre propone... y las brujas disponen, desde el primer domingo en que se leyeron después del Evangelio, las susodichas amonestaciones, empezó el aquelarre en la azotea del cuarto de don Carpio, según dejo ya referido.
      Bien enterado del asunto y todo confuso y estupefacto, despedíme de la propietaria y en poco tiempo olvidé las brujas, hechicerías y demás cosas que con ellas y con los habitantes de Noria del Águila se relacionaban.
      Y aconteció que yendo días y viniendo días, una tarde en que para sacudir el fastidio que me abrumaba, paseábame a caballo por los alrededores de Valnavara, entregado por completo a mis meditaciones y a la contemplación de los campos, me fui alejando, alejando sin sentirlo, hasta que ya, próximo el sol a ocultarse, encontréme precisamente al pie de la cuesta que remontando un cerro poco elevado, conducía directamente a la hacienda de doña Pancha. Al darme cuenta del punto hasta donde había llegado, vinieron a mi memoria los estupendos sucesos en la finca acaecidos y determiné seguir adelante, para desengañarme por mis propios ojos. Puse piernas al caballo y en poco más de una hora, ya obscurecido, me encontré en el espacioso portalón de la casa grande, donde don Carpio, sólo y sombrío y apoyado sobre un pilar, mostraba en toda su persona el desastroso estado en que su ánimo había caído.
      Imposible sería dar cuenta del gozo con que me acogió. Él mismo condujo mi cabalgadura, después de desensillarla, a la caballeriza, y luego se apersonó conmigo ofreciéndome alojamiento por esa noche, con las más grandes muestras de afecto y consideración que en mi vida he recibido.
—Estoy solo en la casa —me dijo—; los dependientes viven en la de allá abajo y no han consentido que yo me vaya con ellos, porque temen que hasta allá me persigan las muy judías. Los mozos lueguito que anochece se van a dormir a la troje, y aquí me tiene usted que ya no hallo ni qué hacer, pues parece que soy un apestado.
      Entramos al escritorio, y después de los cumplidos que son del caso, expresele sin rodeos el motivo que me llevaba a hacerle compañía por esa noche. Grande fue su asombro y más aún su espanto al ver que yo no lo tenía en manera alguna y que estaba absolutamente resuelto a descubrir el misterio de las brujas, que tanto le atormentaban.
      Cuando hubo encendido luz, quedé admirado del terrible estrago que las apariciones habían hecho en el pobre hombre. Era un rancherazo de contextura musculosa y recia, pero tan flaco y amojamado estaba, que ya no tenía sino la piel verdosa y plomiza untada en los puros huesos.
      Diome lástima, en verdad, su figura y desde luego procuré infundirle ánimos, tomando por el lado cómico sus extraordinarias aventuras; él atajome en mi intento, y con ademanes de inaudito espanto, me manifestó que tenía pensado, pues las hechicerescas visitas no cesaban, apelar a la fuga y hasta renunciar a su proyectado casamiento.
—¿Luego continúan las brujas viniendo? —preguntele con verdadero interés.
—Sí, señor, me contestó. No hay noche de Dios que esas condenadas no vengan a... molestarme. Yo ya no puedo más y hasta he tenido que recurrir a tata Prisco. Pues ni por esas, señor licenciado.
—Pues ¿quién es tata Prisco que, según parece, tiene poder para librar a usted de este maleficio?
—¡Tata Prisco! —repuso mirándome asombrado de mi ignorancia—. ¿Pero no conoce usted a tata Prisco?...
      Tuve que confesar mi desconocimiento de tan conspicua personalidad.
—Pues tata Prisco —continuó don Carpio— es un viejo que vive en Cerro Gordo, a cinco leguas de aquí y que, aunque dicen que está descomulgado, es el único capaz de meter en cintura a todas las brujas y demonios que resisten hasta el agua bendita y los exorcismos del señor cura.
—¿Y a qué se debe tan soberana y poderosa virtud de tata Prisco? —inquirí con positiva curiosidad.
—¡Pues a qué ha de ser! Nada menos a que tiene un pedacito de la reata con que se "ahorcó" Judas Iscariote, el cochino apóstol que vendió a Nuestro Señor.
—¡Caramba!... ¿Y de dónde cogió semejante reliquia?
—Dicen que un judío o francés que estuvo por aquí el siglo pasado, porque tata Prisco ya va a ajustar los cien años, le dio ese mecate en pago de haberle enseñado unas minas de oro y plata con que se hizo muy rico y volvió a su tierra.
—¡Magnífica paga! ¿Y con tan poderoso amuleto no ha podido nada tata Prisco contra las brujas que vienen a desvelar a usted?
—Nada, señor, nadita; y ya cuando llega la noche me entra aquella "pinsión" y aquel "susidio", que no me dejan. Y si no me voy de aquí y largo la novia, seguro, segurito que me voy a morir. Y no es eso lo más, sino que es capaz que las malditas carguen conmigo a los mismos infiernos.
—Pues nada, don Carpio, le dije entre serio y festivo. Vamos a ver si yo, que no tengo la cuerda de Judas, puedo hacer algo por usted.
—No, señor, no haga nada, porque será en vano, y hasta puede que también usted la lleve.
—Bueno; pues allá veremos. ¿Y dice usted que todas las noches vienen las brujas? ¿Vendrán ahora?
—Sí, señor; pero todavía tardarán, porque no son más que las nueve y ellas vienen cerca de la media noche. Sólo que ahora han dado en caer por el corral.
—Eso no importa. Pasaremos el rato platicando.
—¿Tiene usted armas?
      Contestome con un gesto de conmiseración. Yo le inspiraba lástima. Verdaderamente no sabía con quién tenía que habérmelas. ¡Armas!, ¿para qué? Con seguridad que las espadas de más filo se embotarían contra enemigos diabólicos y las balas más potentes se estrellarían en el plumaje de aquellos pájaros, porque de pájaros vestidas se presentaban las hechiceras en las nocturnas visitas. Confesome el infeliz hombre que solo había encontrado un remedio, si no para ahuyentarlas, al menos para perderlas de vista, y, sobre todo, de oídos; y este remedio era rezar un rosario e inyectarse en seguida, entre pecho y espalda, de un golpe y sin resollar, media botella de tequila y a veces hasta una entera. Bien es verdad que solía amanecer casi todas las mañanas, rodado de la cama y debajo de la mesa; pero con esto así pudieran venir todos los muertos de los camposantos y todas las brujas del mismo Brooken; que don Carpio así se daba cuenta de ellos como los habitantes de la luna.
      En este diálogo y otros semejantes, pasamos las horas desde mi llegada hasta la de la frugalísima cena, consistente en un trozo de cecina y una taza de café, que el mismo don Carpio aderezó, pues no había otros seres vivientes que nosotros en aquel enorme y vetusto caserón.

IV

      Para el objeto que me proponía, no encontré más armas que una vieja escopeta de pistón, de dos cañones, olvidada en un oscuro rincón del escritorio. Después de aparejarla lo mejor que fue posible, procedí a la operación de carga. Pude encontrar una poca de pólvora desperdigada en un monumental cuerno de toro que perdido se hallaba en un cajón de la tienda; en otro logré juntar hasta tres docenas de postas y algunas cápsulas que confundidas estaban con una navaja de gallo y su correspondiente botana, granos de garbanzo, obleas y buena porción de clavos y tornillos.
      Ya apercibida mi arma y acercándose la hora de la temerosa aparición, permití a don Carpio rezar su acostumbrado rosario, mas no engullirse la milagrosa botella con la que me convidaba para crear ánimos, según decía. No fue poco el trabajo que me costó hacerle prescindir de aquella fórmula cabalística; pero al fin convino en que debíamos estar en nuestro entero juicio y con la cabeza despejada.
      Y como todo llega en la vida, si no es la ventura, llegó la hora tan temida para don Carpio y para mí tan deseada. Súbitamente vi a mi hombre ponerse lívido; y con voz cavernosa y trémula, me dijo:
—¡Oiga!... ¡oiga! Ya están ahí.
      Yo, que tengo la desgracia de ser algo teniente, es decir, falto de oído, no había escuchado nada, por más que toda mi atención se concentraba en las indicaciones de don Carpio. Salí a la puerta del escritorio que caía a un pasadizo tan prolongado y estrecho como una cerbatana y negro como una boca de lobo; y entonces alcancé a oír ese graznido horrísono peculiar de la lechuza; en seguida percibí el "tcucurucú" del tecolote y un grito sordo y ronco de otro animal que no era fácil conocer en aquel momento. Pero nada más.
—Pues eso, don Carpio —le dije—, no es otra cosa que voces de aves nocturnas, lo cual nada tiene de particular en la casa de una hacienda que está tan cerca del monte.
—¡Oiga, oiga! —repuso sin hacerme caso y sacudiéndome bruscamente con una de sus manazas de esqueleto hercúleo mientras se aplicaba rígido, cerca del oído, el dedo de la otra—. ¡Oiga nomás lo que están diciendo!
      Paré la atención, y efectivamente, entre un rumor extraño y confusa algarabía, percibí claramente el nombre de don Carpio, precedido de una grosera maldición.
      Violentamente empuñé la carabina y empujando a don Carpio obliguele, casi a fuerza, a que saliera conmigo, no sin procurar convencerlo de que aquello nada de sobrenatural tenía, asegurándole que pronto íbamos a descubrirlo todo, pues yo llevaba nada menos que un fragmento de la cruz en que murió San Dimas, el buen ladrón, que también había tenido sus puntas y ribetes de brujo; reliquia mucho más eficaz que la de tata Prisco. Y mostré al crédulo administrador un palillo de dientes.
      Calmado en parte y convencido un tanto, echó a andar tras de mí, empuñando, por indicación mía, ancho y largo machete. Ambos, además, llevábamos ceñidos nuestros revólveres.
      Atravesamos la sala y una serie de piezas que le seguían. En la última abríase amplia ventana sin verja, por la que saltamos a uno de los patios de aquella vieja y pavorosa casa, muy propia, ciertamente, para que en ella tuvieran manida todos los habitantes del otro mundo. La luna, que despuntara poco antes, envolvíase en gruesas nubes y apenas podía alumbrar con opaca e indecisa claridad el cielo. La tierra estaba aún casi en tinieblas.
      Llegamos a la puerta del espacioso corral cercado por ruinosa tapia de piedra. La puerta estaba cerrada, pero a través de los mal unidos tablones, podíamos medir el corral en toda su anchurosa extensión. Casi en el centro se alzaba escueto y altísimo mezquite y más lejos empinábase un guimbalete junto al derruido brocal de una noria mal cegada. Entre tanto, la algarabía de las brujas, pues brujas debían de ser, según todos los barruntos, no cesaba un momento. Gritos, carcajadas irónicas y burlescas, silbos horripilantes, rumores como de salmodia; todo, todo se oía a un tiempo mismo, sin confundirse, aunque se mezclaba; y sobresaliendo alguna vez, entre aquel horrisonante vocerío, percibíanse distintamente palabras confusas e incoherentes a veces, a veces agudas y vibrantes, repitiéndose el nombre de don Carpio, con abrumadora y pertinaz obsesión.
      "¡Ya me la pagarás! ¡Ya me la pagarás! ¡Ya me la pagarás!", oíase de pronto; y luego una voz hueca, ronca y gutural repetía: "¡Carpio cornudo! ¡Cornudo! ¡Cornudo!", y otras dos malas palabras que no son para escritas ni menos para leídas.
      Sobre una gruesa rama de mezquite pude ver, a la tenue claridad de la luna, destacándose contra la gris lividez del espacio, tres pájaros grandes en apretado grupo, que aleteaban haciendo movimientos extravagantes y grotescos, al compás del espeluznante rumor que producían. En la punta del guimbalete distinguíase otro pájaro, más negro que las sombras de las piezas que de atravesar acabábamos, que también se retorcía como en epilépticas convulsiones. A la luz del día visto, habríame hecho reír; pero en aquel instante, lo confieso, sentí que se me erizaban los cabellos.
      Puesto ya en semejante trance, por mí mismo buscado, pareciome ridículo y vergonzoso retroceder, y arrojándome, de improviso, al fin de la aventura, entreabrí silenciosamente la puerta del corral, que no tenía llave ni cerrojos. Me eché la escopeta a la cara y, encañonándola lo mejor que pude hacia el grupo del mezquite, apreté el disparador... Un formidable traquidazo retumbó en toda la casa y hasta en los cerros vecinos, pues había soltado los dos tiros; y, disipado el humo, vi, al pie del árbol, dos de los pájaros heridos mortalmente, que se agitaban en las postreras contorsiones de la agonía; y el tercero, maltrecho, volaba torpemente sobre la tapias del corral. El del guimbalete había desaparecido.
      Casi al par de la detonación producida por el disparo surgió de la cercana nopalera, que tras la casa se levantaba, una voz colérica a la vez que plañidera exclamando:
—¡Válgame las benditas Ánimas! ¡Miren nomás! Ya este hombre borrachón y sinvergüenza me mató mis animalitos. ¡Maldita sea don Carpio y la madre que lo parió!
      Oír aquellos gritos nosotros, que nos contemplábamos mutuamente, estupefactos ante la hecatombe, y largarnos a través del corral y del campo, salvando las trancas que las tapias tenían a guisa de puerta, fue todo uno. Llegamos de un salto, cayendo de improviso en lo más espeso de la nopalera, donde al pie de inmenso y cóncavo peñón, encontramos a tres mujeres que se ocupaban en acariciar a un cuervo prodigándole las más tiernas expresiones de cariño, a la vez que le alisaban el negro plumaje del lomo.
      Pero don Carpio de un solo mandoble dividió en dos mitades el repugnante pajarraco, y sin que yo pudiera contenerle, arremetió furioso contra las mujeres, disparándoles cintarazos a diestra y siniestra; y es que había reconocido en dos de ellas a su ex-amasia y a su ex-suegra, sobre la cual batía, muy a su sabor, firme y macizo, desahogando la cólera que le embargaba, de modo tal, que si yo no me le impongo enérgicamente, allí hubieran dado fin por todos los siglos las brujerías y maleficios en aquellas dilatadas regiones.
      Calmado ya el enfurecido administrador y las brujas de rodillas, suplicantes y llorosas ante nosotros, pude inquerir el secreto y explicación de las aventuras a que yo, recientemente armado caballero por obra y gracia del fastidio que me consumía en Valnavara, pude dar digno acatamiento y remate, logrando imperecedera fama entre los campesinos de aquellos lugares y de los demás que en todo lo descubierto de mi partido judicial alientan y alentarán por varias generaciones.
      Yo quisiera revelar al lector tales misterios; pero es el caso que me he propuesto reservarlos para el día en que, si Dios me concede vida y humor, pueda referir la ocasión y manera en que yo mismo me hice "nahual", después de cursar todas las asignaturas correspondientes, hasta alcanzar el grado en tan importante profesión.
      Mas si dejo suelto este cabo, que es ciertamente el más interesante, debo atar los demás, aunque sean accesorios; y así diré que don Carpio, libre ya de aquel peligro, se casó al fin, cayendo en otro tal vez más grave aún; pues la edad del administrador de Noria del Águila frisaba en los cincuenta años y su esposa no llegaba a los veinte.
      Un detalle antes de concluir: doña Pancha me tomó grande ojeriza y mala voluntad. Tan aferrada estaba en sus supersticiones, que no quiso nunca convenir en que los pájaros que yo había matado eran pájaros sencillamente, y las apaleadas mujeres... nada más, que creo es ser ya demasiado... y algo más todavía.

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3 comentario/s (feed de esta discusión):
Anonymous Anónimo escribió:

Espero que a los escépticos de verdad no os dé por desenmascarar a los enmascaradores de misterios a trabucazos. Supongo que escribir un blog desde la carcel debe ser chungo.

1/30/2007 02:39:00 p. m.  
Anonymous Anónimo escribió:

Jo jo jo... Si con razón dicen que una mujer despechada es lo peor que hay.

Buen final, y a mí sí que me parece de perlas que el misterio se aclarara a tiros. No se merecían menos las muy pérfidas, y a fin de cuentas salieron ilesas después de todo.

(Don Gerardo, es usted un provocador, y sepa que esto: "Cierto que las mujeres carecen, en lo general, de dotes para entenderse en la administración de sus negocios", ya lo he puesto en conocimiento de varias asociaciones feministas, que vale que el señor Othón lo dijera en su momento, pero eran otras tiempos, caray, que ya son ganas las de usted de encender iras y malas pasiones).

2/01/2007 05:57:00 p. m.  
Blogger Gerardo escribió:

Usted siempre barriendo para casa, don Leónidas...

Ya me han llegado las quejas de las asociaciones feministas. Como soy un mierdecillas sin importancia no me han denunciado, se han limitado a lincharme cuando iba a comprar el pan. Hay que ver las brigadas castradoras qué musculos y que bigotes... parecían lanzadoras de peso alemanas.

2/02/2007 12:55:00 a. m.  

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