El Mau Mau pacífico
Por Javier Marías
Cuando era niño e impresionable, mi mayor miedo nocturno era al Mau Mau. Extravagante, supongo, pero en los pánicos imaginarios siempre hay un elemento de azar. Entre mis compañeros era más frecuente el temor a Drácula, o al llamado Sacamantecas que se decía que sacaba las tripas a los niños y actuaba en la madrileña colonia de El Viso, y cuyo rostro figurado coincidía con el del actor alemán Gert Froebe, que encarnó a un asesino de niñas en aquella rara película semiespañola, y extrañamente apta para todos los públicos, titulada El cebo; o incluso al Anthony Perkins de Psicosis, que en cambio era para mayores pero que algunos chicos lograban ver en los cines de verano más permisivos. A mí me dio por el Mau Mau, y se lo debí a dos películas: Safari, con Victor Mature, y Sangre sobre la tierra, con Rock Hudson y Sydney Poitier, de 1956 y 1957 respectivamente. Sin duda lo que más me aterraba era comprobar que los mau maus (una guerrilla anticolonial que utilizó métodos terroristas contra los británicos en Kenya, entre 1951 y 1960) no se detenían ante nada en sus asaltos a las tierras y casas de los colonos blancos, y mataban a golpe de machete hasta a los niños. No sé los de ahora, pero los de mi época teníamos la sensación, posiblemente errónea, de estar a salvo de las atrocidades precisamente por ser niños, y ver que ciertos grupos e individuos no nos respetaban la vida era lo que podía infundirnos mayor pavor.
Durante largos meses –o así es en mi recuerdo– me acostaba con la idea de que los sanguinarios mau maus iban a colarse en mi casa aquella misma noche. “Pero están en África, muy lejos”, me decía. Y me contestaba: “Sí, pero pueden venir en canoas y barcos”. “Tardarían mucho en llegar”, me argumentaba. Y me respondía: “Sí, pero, ¿quién sabe si no partieron hace un mes y esta es la noche en que ya están aquí? Quizá estén ahora trepando por la fachada”. Y pasaba horas de duermevela vigilando la ventana, sin poderme dormir del todo, temiendo ver aparecer a unos negros despiadados con machetes en las manos. Creo que por eso ésta es el arma que me produce más escalofríos.
Ahora, impensadamente, parte de la antigua pesadilla se ha hecho realidad, pero con qué signo tan distinto. Avalanchas de negros intentan entrar en nuestro país asaltando las vallas de Melilla y Ceuta. Pero ni blanden machetes ni son despiadados ni –de momento– quieren matarnos. Vienen con las manos vacías y heridas, están hambrientos y desesperados y huyen de sus países sumidos en la guerra, la miseria y la enfermedad (esto último con ayuda del Papa Wojtyla y de los Estados Unidos, sus prédicas contra el preservativo y la consiguiente expansión del sida). Uno los ve en la televisión y le inspiran mucha más piedad que miedo, aunque lo segundo no esté ausente del todo. He leído un montón de artículos sobre el asunto, la mayoría dictados sólo por los sentimientos: de indignación y de compasión. Lanzan denuestos contra nuestras verjas, contra la “fortaleza europea”, contra el rechazo de estos asaltos, y piden, más o menos, que nuestras puertas se abran a la riada. Sus autores –se nota– se ufanan de su humanidad. Son piezas bien intencionadas, pero acaso poco pensadas, y a veces autocomplacientes. Seguramente yo no debería escribir nada al respecto, porque por desgracia carezco de una idea clara, y, a diferencia de esos columnistas coléricos y compasivos, ni tengo opinión ni se me ocurre una solución inmediata. A la larga, oh sí, todos estamos de acuerdo en que a África se la ha abandonado después de explotarla, y en que habría que haber invertido en ese continente en el que, por otra parte, no es muy fácil hacerlo sin que las ayudas se queden en manos de sus tiranuelos varios y no alcancen nunca a la población desamparada. Pero, ¿y ahora?
Cuando no se sabe o no se ve claro qué hacer, hay que empezar por averiguar, al menos, lo que no se puede hacer. No se puede permitir el avasallamiento de una frontera, mientras las haya. No se puede abrir la verja sin más, porque no se trata de una situación transitoria ni de un número cerrado de personas que aspiran a entrar: la invasión sería eso, una invasión ilimitada, de indigentes y desheredados que, como ya hacen muchos, pulularían por nuestras calles perdidos y sin medios de subsistencia, y eso, en cientos de miles si no en más, no hay Estado que lo aguante. Tampoco se puede disparar contra masas famélicas y desarmadas, ni se las puede enviar al desierto sin comida ni agua, a morir lenta o rápidamente. ¿Qué ocurre cuando uno no puede hacerse cargo ni salvar, pero tampoco desentenderse sin más de quien aporrea la puerta? ¿Qué, cuando uno quisiera hacer algo, pero todo lo posible le parece mal y que tendrá graves consecuencias, a la corta unas y a la larga otras? No me cabe duda de que una de las cosas más difíciles de soportar es el sentimiento de impotencia. Y otra, la mala conciencia. Pues me temo que estamos en ambas. Ojalá se les ocurra algo a nuestros Gobiernos o a las organizaciones internacionales, porque si no no quedará más remedio que aprender a convivir con ellas, acaso como con las horribles pesadillas de infancia.
Notas: Me tropecé en casa de unos amigos con este artículo de Marías del 23 de octubre de 2005 que no había leído. Es el comentario más lúcido que he encontrado sobre el asunto; además, sabe expresar lo que pienso cuando leo por ahí, en prensa escrita y más en internet, tanto comentario tópico sobre temas políticamente correctos y otras modas.
Como no he encontrado manera de enlazarlo directamente, copio el artículo de "La zona Fantasma", la columna de Javier Marías en El País Semanal, de la web donde los van recogiendo (la verdad es que ni siquiera sé si es oficial). Espero no estar cometiendo una incorrección. Para intentar compensarlo, hago para Javier un poco de publicidad de los dos libros que recogen sus excelentes artículos: Donde todo ha sucedido (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores) y El oficio de oír llover (Alfaguara). Si quieres leer algo inteligente, ya sabes.
Y para no abusar, de otro artículo del 2 de octubre que se puede encontrar entero en la misma página, pongo sólo el fragmento que trata algo parecido a lo que señalaba en el anterior:
El desprestigio del desprestigio (fragmento)
Una de las cosas que más me asombran en los últimos años es que a la gente no le importe ya apenas desprestigiarse. Me refiero, claro, a quienes por su profesión actúan de cara al público, o aún es más, a quienes viven de sus ocurrencias, ideas, argumentaciones y propuestas, y por lo tanto deberían depender no poco de su crédito y su prestigio. Nada peor puede pasarle a un columnista –y me aplico el cuento– que dejar de ser leído o serlo sólo por sus incondicionales y fanáticos, aquellos que esperan que él les regale los oídos y les repita lo que ellos ya opinan, sin necesidad de él, por cierto. Lejos de orientar o de hacer razonar, esos articulistas son solamente consigna y eco, y lo normal es que, fuera del círculo que los jalea para a su vez ser jaleado desde su letra impresa, nadie con un mínimo de imparcialidad –o de la tan menospreciada ingenuidad, incluso– se moleste en echar un vistazo a sus escritos. Como es natural, soy mucho más lector que escritor de columnas: hago una a la semana y en cambio no leeré menos de veinte, pero hay nombres de autores que me invitan a pasar sin más de página, sabedor como soy de lo que van a soltar sobre cualquier tema que toquen. Me salto al obsesivo que echará pestes de PRISA y del Gobierno socialista, estén o no justificadas y venga o no a cuento; me salto a aquel que, en su furibundo antiamericanismo –y miren que hay motivos para la aversión hacia los actuales Estados Unidos–, ensalzará a cualquiera que se les enfrente, sea un cacique cantarín como Hugo Chávez o un discursivo dictador como Fidel Castro; omito a quien se deshará en alabanzas melifluas de la Iglesia Católica, por fe ciega y dogma sordo; paso por alto lo que redactan políticos y ex-políticos, ya los he visto opinar por televisión a diario; los textos de cualquier nacionalista espontáneo o a sueldo, monotemáticos y sesgados siempre, el colmo del aburrimiento; y hasta los de las almas bellas, que suelen oscilar entre la cólera de sus denuncias y la cursilería.
Todos estos son, a mis ojos, articulistas desprestigiados, como sin duda lo estaré yo a los de tantos, les sobrarán las causas. Es un riesgo que corremos, sin más consecuencia probable que nuestro despido a medio plazo.
Cuando era niño e impresionable, mi mayor miedo nocturno era al Mau Mau. Extravagante, supongo, pero en los pánicos imaginarios siempre hay un elemento de azar. Entre mis compañeros era más frecuente el temor a Drácula, o al llamado Sacamantecas que se decía que sacaba las tripas a los niños y actuaba en la madrileña colonia de El Viso, y cuyo rostro figurado coincidía con el del actor alemán Gert Froebe, que encarnó a un asesino de niñas en aquella rara película semiespañola, y extrañamente apta para todos los públicos, titulada El cebo; o incluso al Anthony Perkins de Psicosis, que en cambio era para mayores pero que algunos chicos lograban ver en los cines de verano más permisivos. A mí me dio por el Mau Mau, y se lo debí a dos películas: Safari, con Victor Mature, y Sangre sobre la tierra, con Rock Hudson y Sydney Poitier, de 1956 y 1957 respectivamente. Sin duda lo que más me aterraba era comprobar que los mau maus (una guerrilla anticolonial que utilizó métodos terroristas contra los británicos en Kenya, entre 1951 y 1960) no se detenían ante nada en sus asaltos a las tierras y casas de los colonos blancos, y mataban a golpe de machete hasta a los niños. No sé los de ahora, pero los de mi época teníamos la sensación, posiblemente errónea, de estar a salvo de las atrocidades precisamente por ser niños, y ver que ciertos grupos e individuos no nos respetaban la vida era lo que podía infundirnos mayor pavor.
Durante largos meses –o así es en mi recuerdo– me acostaba con la idea de que los sanguinarios mau maus iban a colarse en mi casa aquella misma noche. “Pero están en África, muy lejos”, me decía. Y me contestaba: “Sí, pero pueden venir en canoas y barcos”. “Tardarían mucho en llegar”, me argumentaba. Y me respondía: “Sí, pero, ¿quién sabe si no partieron hace un mes y esta es la noche en que ya están aquí? Quizá estén ahora trepando por la fachada”. Y pasaba horas de duermevela vigilando la ventana, sin poderme dormir del todo, temiendo ver aparecer a unos negros despiadados con machetes en las manos. Creo que por eso ésta es el arma que me produce más escalofríos.
Ahora, impensadamente, parte de la antigua pesadilla se ha hecho realidad, pero con qué signo tan distinto. Avalanchas de negros intentan entrar en nuestro país asaltando las vallas de Melilla y Ceuta. Pero ni blanden machetes ni son despiadados ni –de momento– quieren matarnos. Vienen con las manos vacías y heridas, están hambrientos y desesperados y huyen de sus países sumidos en la guerra, la miseria y la enfermedad (esto último con ayuda del Papa Wojtyla y de los Estados Unidos, sus prédicas contra el preservativo y la consiguiente expansión del sida). Uno los ve en la televisión y le inspiran mucha más piedad que miedo, aunque lo segundo no esté ausente del todo. He leído un montón de artículos sobre el asunto, la mayoría dictados sólo por los sentimientos: de indignación y de compasión. Lanzan denuestos contra nuestras verjas, contra la “fortaleza europea”, contra el rechazo de estos asaltos, y piden, más o menos, que nuestras puertas se abran a la riada. Sus autores –se nota– se ufanan de su humanidad. Son piezas bien intencionadas, pero acaso poco pensadas, y a veces autocomplacientes. Seguramente yo no debería escribir nada al respecto, porque por desgracia carezco de una idea clara, y, a diferencia de esos columnistas coléricos y compasivos, ni tengo opinión ni se me ocurre una solución inmediata. A la larga, oh sí, todos estamos de acuerdo en que a África se la ha abandonado después de explotarla, y en que habría que haber invertido en ese continente en el que, por otra parte, no es muy fácil hacerlo sin que las ayudas se queden en manos de sus tiranuelos varios y no alcancen nunca a la población desamparada. Pero, ¿y ahora?
Cuando no se sabe o no se ve claro qué hacer, hay que empezar por averiguar, al menos, lo que no se puede hacer. No se puede permitir el avasallamiento de una frontera, mientras las haya. No se puede abrir la verja sin más, porque no se trata de una situación transitoria ni de un número cerrado de personas que aspiran a entrar: la invasión sería eso, una invasión ilimitada, de indigentes y desheredados que, como ya hacen muchos, pulularían por nuestras calles perdidos y sin medios de subsistencia, y eso, en cientos de miles si no en más, no hay Estado que lo aguante. Tampoco se puede disparar contra masas famélicas y desarmadas, ni se las puede enviar al desierto sin comida ni agua, a morir lenta o rápidamente. ¿Qué ocurre cuando uno no puede hacerse cargo ni salvar, pero tampoco desentenderse sin más de quien aporrea la puerta? ¿Qué, cuando uno quisiera hacer algo, pero todo lo posible le parece mal y que tendrá graves consecuencias, a la corta unas y a la larga otras? No me cabe duda de que una de las cosas más difíciles de soportar es el sentimiento de impotencia. Y otra, la mala conciencia. Pues me temo que estamos en ambas. Ojalá se les ocurra algo a nuestros Gobiernos o a las organizaciones internacionales, porque si no no quedará más remedio que aprender a convivir con ellas, acaso como con las horribles pesadillas de infancia.
Notas: Me tropecé en casa de unos amigos con este artículo de Marías del 23 de octubre de 2005 que no había leído. Es el comentario más lúcido que he encontrado sobre el asunto; además, sabe expresar lo que pienso cuando leo por ahí, en prensa escrita y más en internet, tanto comentario tópico sobre temas políticamente correctos y otras modas.
Como no he encontrado manera de enlazarlo directamente, copio el artículo de "La zona Fantasma", la columna de Javier Marías en El País Semanal, de la web donde los van recogiendo (la verdad es que ni siquiera sé si es oficial). Espero no estar cometiendo una incorrección. Para intentar compensarlo, hago para Javier un poco de publicidad de los dos libros que recogen sus excelentes artículos: Donde todo ha sucedido (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores) y El oficio de oír llover (Alfaguara). Si quieres leer algo inteligente, ya sabes.
Y para no abusar, de otro artículo del 2 de octubre que se puede encontrar entero en la misma página, pongo sólo el fragmento que trata algo parecido a lo que señalaba en el anterior:
El desprestigio del desprestigio (fragmento)
Una de las cosas que más me asombran en los últimos años es que a la gente no le importe ya apenas desprestigiarse. Me refiero, claro, a quienes por su profesión actúan de cara al público, o aún es más, a quienes viven de sus ocurrencias, ideas, argumentaciones y propuestas, y por lo tanto deberían depender no poco de su crédito y su prestigio. Nada peor puede pasarle a un columnista –y me aplico el cuento– que dejar de ser leído o serlo sólo por sus incondicionales y fanáticos, aquellos que esperan que él les regale los oídos y les repita lo que ellos ya opinan, sin necesidad de él, por cierto. Lejos de orientar o de hacer razonar, esos articulistas son solamente consigna y eco, y lo normal es que, fuera del círculo que los jalea para a su vez ser jaleado desde su letra impresa, nadie con un mínimo de imparcialidad –o de la tan menospreciada ingenuidad, incluso– se moleste en echar un vistazo a sus escritos. Como es natural, soy mucho más lector que escritor de columnas: hago una a la semana y en cambio no leeré menos de veinte, pero hay nombres de autores que me invitan a pasar sin más de página, sabedor como soy de lo que van a soltar sobre cualquier tema que toquen. Me salto al obsesivo que echará pestes de PRISA y del Gobierno socialista, estén o no justificadas y venga o no a cuento; me salto a aquel que, en su furibundo antiamericanismo –y miren que hay motivos para la aversión hacia los actuales Estados Unidos–, ensalzará a cualquiera que se les enfrente, sea un cacique cantarín como Hugo Chávez o un discursivo dictador como Fidel Castro; omito a quien se deshará en alabanzas melifluas de la Iglesia Católica, por fe ciega y dogma sordo; paso por alto lo que redactan políticos y ex-políticos, ya los he visto opinar por televisión a diario; los textos de cualquier nacionalista espontáneo o a sueldo, monotemáticos y sesgados siempre, el colmo del aburrimiento; y hasta los de las almas bellas, que suelen oscilar entre la cólera de sus denuncias y la cursilería.
Todos estos son, a mis ojos, articulistas desprestigiados, como sin duda lo estaré yo a los de tantos, les sobrarán las causas. Es un riesgo que corremos, sin más consecuencia probable que nuestro despido a medio plazo.
Etiquetas: literatura, recortes de prensa
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